Ha dado la vuelta al mundo “llevando 35 años de calidad debajo del brazo”, y para arrancar la conversación me suelta una frase muy hermosa: “Las viñas son bonitas hasta dormidas” (cuando las podan). Manuel no sabe inglés pero domina la mímica, el arte de la conversación y sobre todo la infinita pasión por la vida. Este hombre de ojos vivarachos y en el amplio sentido de la palabra, bueno, es junto con sus hermanos, Benjamín y Adolfo, una leyenda de la Ribera del Duero y un mito mundial en la historia del vino.

Quien tiene magia no necesita trucos y su arte, su hechizo, se encuentra en una humildad y en un sentido de la campechanía absolutamente arrebatadores. Su esposa, Juani, sus hermanas (Tomasa, Guadalupe y Aurora), junto con sus sobrinos, son parte de su familia; porque la otra e igual de importante la conforman sus empleados y sus innumerables amistades, “mi mujer y yo tenemos tantos amigos que ya no tendríamos tiempo de visitarlos a todos”.  Un hombre generoso cuya empresa capea la crisis con un consejo impagable para navegantes: “Nosotros nunca hemos sido avaros, hemos tenido que agudizar nuestra inteligencia para seguir creciendo a base de esfuerzo  y de ingenio”. Y añade que una de sus mayores satisfacciones es cuando la bodega puede contratar a una persona.

Todos los días almuerza con sus empleados, que forman parte del alma de sus vinos y tiene claro que las personas –independientemente de su credo, condición y origen- son esenciales. En su casa ha compartido mesa y mantel con personalidades de medio mundo, y en su retina conserva especialmente la imagen de él y su esposa con Juan Pablo II en el Vaticano. Sin es el mejor anfitrión que he encontrado en mi vida y un ser humano que tiene, como te pille, el don de amistarse con cualquiera que se cruce en su camino.

Me cuenta -que lo sepa el editor- que su madre le abrigaba por las noches con las hojas de Diario de Burgos y vaya usted a saber, quizá de ahí viene parte de su talante y su inimitable sentido de la generosidad y su afán por la tolerancia y el diálogo. Estar con Manuel en su pueblo, Pedrosa de Duero, es un farde que jamás olvidaré.

Me cuenta que su padre, Mauro, fue un visionario de lo que la Ribera del Duero podía aportar al mundo del vino. Listo y resuelto, como un conejo, don Mauro inculcó a su familia el sentido del respeto, del esfuerzo y del ingenio. Para muestra un botón: como eran tres hijas y tres hijos, el patriarca un día decidió comprarles una bicicleta; la decisión la tuvo clara, tenía que ser de mujer (la barra del cuadro es más baja) para que así la pudieran disfrutar todos. Asunto resuelto.

Manuel, no lo duda, afirma que la vida le ha tratado bien y se considera feliz trabajando y dialogando con personas “más listas que yo”. De su infancia recuerda que disfrutaba de cualquier momento, especialmente del futbol y de esos balones que había que coser para que duraran más tiempo. Se siente muy orgulloso de la suerte “que nos ha acompañado” y del hecho de haber generado en su pueblo puestos de trabajo. Se considera querido entre su gente y afirma que la alegría si no se comparte no existe. “En la Ribera del Duero hemos conseguido llegar a la fórmula uno, pero seguir en los primeros puestos no es algo sencillo. Tenemos que tener los pies en la tierra y darnos cuenta de que, frente a vinos de otros países, nosotros aún estamos empezando. No podemos fallar a nuestros clientes –su bodega exporta a medio centenar de países- y eso requiere talento, esfuerzo y honestidad”.

Él, junto con sus hermanos, sobrinos y empleados, hace un vino excepcional, pero les voy a desvelar uno de sus secretos de su virtud de encantamiento: prepara un chico y chica (orujo con moscatel) para caerse de espaldas. Gandhi dejo escrito que “la felicidad consiste en poner de acuerdo tus pensamientos, tus palabras y tus hechos”. Manuel Pérez Pascuas, doy fe de ello, lo ha conseguido.

(Por Ángel Ortega. Diario de Burgos)